El hollín nunca salía del todo. Selso Contreras se frotaba las manos en el pantalón, manchándolo de negro, y miraba el horno que Don Francisco Donoso, su patrón, acababa de apagar. La jornada oficial había terminado para todos los demás. Para él, apenas comenzaba.
—¿Vas a quemar tu carboncito otra vez, Selso? —le preguntó Don Francisco, limpiándose el sudor de la frente. —Sí, patrón. —Ese extra te va a matar, niño. Trabajas más que un hombre de treinta.
Selso sonrió sin apartar la vista del barro ardiente. Don Francisco no lo entendería. Nadie lo entendía. El "extra" no era un trabajo adicional; era la única forma que conocía de decir "te amo" sin que las palabras se le atascaran en la garganta.
Don Francisco demostraba su generosidad pagándole a Selso por su labor oficial en los hornos de La Canela. Sin embargo, la verdadera nobleza se escondía en el permiso adicional: permitirle usar el horno para quemar su propio carbón. Gracias a ese favor, Selso sabía que podía ofrecerle a su abuelita, Celia, una vida un poco más digna. Él agradecía el gesto, pero el sacrificio mayor era el que él mismo vivía: un trabajo extra motivado por la fuerza inagotable del amor de su corazón, sin esperar nada a cambio. Había comprendido algo que muchos nunca comprenden: la felicidad no se mide por lo que recibes, sino por lo que das cuando nadie te obliga a darlo.
Cuando llegaba el momento de las entregas grandes, Selso y su primo Ignacio, "Nachito", preparaban once mulas. Once animales cargados con carbón y lentejas transitaban por los caminos rumbo a Puchuncaví. Era un convoy impresionante, el trabajo oficial, el negocio que ponía el pan en la mesa.
Había, sin embargo, otro viaje: uno que hacía solo. Un camino que definía quién era realmente.
Sus burritos, Cirilo y Pascualito, lo esperaban al amanecer. Tres sacos de carbón en cada burro. Seis sacos en total. Seis sacos que representaban noches velando el fuego, días respirando humo y horas robadas al descanso que su juventud reclamaba.
El camino desde La Canela hasta Nogales era una jornada épica de más de cuarenta kilómetros. Selso guiaba a sus burros como quien conduce una procesión religiosa. Les hablaba en voz baja, confesándoles cosas que nunca le diría a nadie más:
—Ya falta menos, Pascualito. Cuando lleguemos, le compraré lo que más le gusta.
Y entonces llegaba el momento que separaba a los hombres comunes de los hombres forjados en amor: la Cuesta de Puchuncaví.
En aquellos años no existía el camino pavimentado: solo tierra pura que se convertía en polvo bajo el sol o en barro durante las lluvias. La pendiente se elevaba desafiante. Los sacos pesaban. Los burros jadeaban. Las piernas de Selso temblaban, pero no se detenía.
Cada piedra que sus pies sorteaban era una palabra de amor que no podía decir en voz alta. Cada metro de pendiente conquistado era un verso del poema que su corazón escribía cada día. Cada gota de sudor que caía sobre la tierra era una oración sin palabras: "Te amo, abuelita. Existo porque tú me quisiste. Camino porque tú me diste razones para caminar".
Cuando alcanzaba la cima, Selso se permitía un respiro. Miraba La Canela a lo lejos, respiraba hondo, y sonreía. Había subido la cuesta. Y si podía subirla una vez, podría subirla mil veces más.
En Nogales, Selso vendía su carbón. Con ese dinero —ganado en el esfuerzo que había elegido voluntariamente— compraba la mercadería para su abuelita. Compraba la harina, el aceite y la grasa, pero, sobre todo, siempre le llevaba una bolsita de hierba mate.
Su alegría no se medía en ganancias comerciales, sino en la sonrisa que imaginaba en el rostro de su abuelita Celia. Ella, al verlo llegar, exclamaba: "¿Qué me trajo mi niño?". Al ver el mate, decía, radiante: "¡Este es mi niño!".
Selso había transformado carbón negro en amor brillante. En esas procesiones solitarias hasta Nogales, el carbonero de la esperanza escribía con sus pasos cansados el idioma más hermoso que existe: el idioma del sacrificio voluntario.
En sus viajes, Selso llegaba a una calle concurrida llamada Patricio Lynch. No era una calle común; era el centro de la vida social y comercial. En esos años, el transporte era con yeguas y burros, y era allí donde se instalaron cantinas. Por eso, hasta el día de hoy, los antiguos del pueblo la conocen como "la calle de los burros".
Una de las favoritas era la de Don Tito Milongo, dueño del local El Nunca Se Supo, quien, si bien nunca probó un trago, tenía una pasión inmensa por atender y conocía los gustos de sus clientes. Don Tito servía cañas de vino, chicha fresca y chichón (chicha con vino).
Hoy, Don Tito Milongo y su local ya no están. Su restaurante nunca volvió a abrir después de que él partiera de esta tierra hace muchos años. No obstante, frente a donde estuvo su cantina, otro restaurante ha pasado por generaciones: el actual "Restaurant Sin Nombre" de comida casera, que sigue siendo un testigo silencioso de la histórica calle Patricio Lynch.
Esa calle llegaba a tener más de treinta burros estacionados, esperando a sus dueños. En ese ambiente, Selso aprovechaba de hacer negocios: le vendía a Don Tito los conejos y pajaritos (perdices y codornices) que cazaba en el monte, y Don Tito los convertía en "comidas solo para campeones".
Calle Patricio Lynch: "La Calle de los Burros"
Donde Selso llegaba con sus burros Cirilo y Pascualito, cargados de carbón y esperanza. El corazón comercial donde el amor se transformaba en mate para su abuelita Celia.
La vida de Selso no era solo sacrificio; también era juventud y fiesta.
Con la plata ganada en el carbón y con unos pesitos extra que le pagó su padrino Siderio por ir a buscar unos chuicos de vino en sus mulas para las celebraciones del 18 de septiembre, Selso se compró un elegante terno de gabardina azul marino.
Con una pinta muy elegante, fue a la fiesta que hicieron en casa de su padrino para bailar y compartir. Lamentablemente, la noche terminó en un altercado: un compadre, en medio de una pelea, le cortó la corbata. Selso, triste por el costo de su terno, se retiró de la fiesta.
La camaradería del fútbol tampoco resultó bien. Jugando de arquero por el equipo "Nueva Esperanza" en Ventanas, Selso, compartiendo entre risas y vino tinto antes del partido, se emborrachó. El resultado fue desastroso: perdieron once a cero, y él "ni cuenta se dio". Molesto, dijo: "No juego nunca más. Estos me curaron para ganarnos".
Donde Selso defendía el arco con pasión y alegría
Los domingos de fútbol rural que marcaron su juventud
En uno de sus "ir y venir" junto a Nachito, tuvieron que descansar con las once mulas en una quebrada. Cansados, durmieron en un galpón, preocupados por la gente "malula" que intentaba robar las lentejas.
Una noche, unos tipos que los seguían intentaron robar un saco de lentejas. Selso, valiente y protector, agarró su escopeta, a la que cariñosamente llamaba "Espérate un Ratito", y tiró unos balazos al aire para ahuyentarlos. Acto seguido, le dijo a Nachito: "Ya, te toca hacer guardia", y él pudo descansar.
Si bien a Selso le gustaban las niñas y era un "picaflor" al que le gustaba piropear, no tuvo suerte en el amor. El hecho de ser "guacho" (huérfano) y no saber leer le cerró muchas puertas, pues los padres de sus posibles novias sentían que no tenía futuro que ofrecer.
En su desesperación cómica, sacaba a bailar a alguna chiquilla bonita y le pedía matrimonio al tiro: "Cásate conmigo". La respuesta era, a menudo, un cruel recordatorio de su condición: "Estay más huevón, si soy un guacho".
A pesar de los rechazos, Don Selso recuerda con gracia que en una de esas fiestas de La Canela, logró conquistar y bailar unas bonitas cuecas con una gitana. Aquella aventura fugaz fue una de sus pocas victorias sentimentales de juventud.
Así fue como Don Selso Contreras pasó su niñez, su adolescencia y parte de su vida adulta en La Canela, dedicándose al carbón, a la caza y a esa procesión diaria de lealtad hacia Nogales y Puchuncaví.
Hasta que un día, el carbonero de la esperanza decidió que el pueblito de la canela ya no era suficiente, y algo en su mente lo llamaba a tomar nuevos rumbos. El mundo de Don Selso se preparaba para una transformación.
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