El esfuerzo incansable y silencioso de Don Selso dio su fruto en el año 1989. Tras años de sacrificio, trabajo y esfuerzo inalcansable, Selso recibe por fin las llaves de su casa propia, su hogar una vivienda adquirida atraves de un comite que se formo en la poblacion de el Poligono, vivienda que si contaba con los servicios basicos y donde podria darle una mejor calidad de vida a su familia. Finalmente le entregaron su casita propia en la población El Polígono de Nogales. La familia, fue asi que junto con sus dos burros se cambian a vivir a la casa nueva.
La verdadera recompensa de Don Selso no estaba en las paredes de cemento, sino en el triunfo de su dignidad. Con sus propias manos y la memoria viva de cada viaje agotador, de cada carga transportada por sus burros, había hecho más que adquirir una casa: había forjado el refugio definitivo para su alma y su familia. El carbonero, que había templado su espíritu en el fuego del sacrificio, entregaba ahora el hogar definitivo a su legado.
Aunque la nueva vivienda contaba con servicios básicos, solo poseía dos habitaciones. Una estaba destinada a los padres, mientras que la otra era compartida por Catalina y sus dos hermanos, quienes dormían apiñados en una sola cama. Así transcurrió el tiempo hasta que, con Catalina ya de doce años, la llegada de una visita cambiaría el panorama. Un cuñado de Don Selso, cariñosamente apodado el "Tío Nano", se percató de las condiciones de la habitacion. Con la franqueza que permite la familia, abordó a Selso: "La niña ya es señorita y no puede seguir compartiendo la cama con sus hermanos". Don Selso solo respondió con un silencio denso. En su mente, el padre sabía que no poseía los medios económicos para adquirir otra cama. Sin mediar palabra ni esperar respuesta, días después, el Tío Nano llegó con una cama. Fue un regalo de dignidad, una entrega silenciosa y fundamental para su sobrina Catalina. Sin embargo, la necesidad de espacio definitivo persistía. Consciente del crecimiento de su hija y de la importancia de su privacidad, Don Selso comenzó una labor monumental: la creación de un nuevo refugio. Todos los fines de semana se dedicó a recolectar barro y paja. Con la paciencia de un artesano, tomó el noble adobe y le construyó una habitación nueva adosada a la casa. Para la niña, aquel cuarto no fue solo un espacio privado; fue un tesoro de adobe, forjado con paciencia, amor y dedicación, un santuario personal donde la presencia incondicional de su padre se sentía impresa en cada pared.
En 1998, la vida volvió a exigir un sacrificio de la familia. Olivia Catalina cursaba el segundo año de enseñanza media y había elegido la especialidad de peluquería. Durante sus primeras clases, el profesor informó la necesidad de adquirir una costosa máquina cortadora de pelo. La noticia la sumió en una profunda preocupación. Consciente de la precaria situación económica de sus padres y la posible imposibilidad de compra, Catalina guardó silencio, cargando en soledad el peso de aquel requisito. La angustia se hizo insostenible. Finalmente, una tarde, al volver Don Selso del trabajo, ella se sentó junto a él para tomar el té. En ese ambiente de intimidad y confianza, le confió la difícil solicitud del liceo. El padre, al verla tan preocupada y angustiada, la miró a los ojos, con la certeza y calma que lo caracterizaban. "No se preocupe, hija," le dijo. "Yo veré la manera de conseguir su máquina."
Don Selso no dudó. Poseía dos yeguas que amaba como a miembros de su familia: Lucero y la Potranquita. Eran compañeras de sus jornadas y símbolos de su vida campesina. Las vendió de inmediato. No esperó el mejor precio del mercado, sino la rapidez de la transacción.
Con el dinero en mano, se lo entregó a su hija con una frase que lo resumía todo:
"Lo más importante para mí es que usted estudie".
Catalina, conmovida por el sacrificio de su padre, acudió a comprar la máquina con una alegría profunda y una gratitud inmensa. Sabía que aquella herramienta no solo aseguraba una enseñanza óptima y digna para cumplir su sueño de ser peluquera, sino que también era la promesa silenciosa de que su padre se sentiría profundamente orgulloso de ella. En ese momento, Don Selso no vendió animales; vendió un pedazo de su alma de campesino para financiar el futuro de su hija. Fue un acto de amor definitivo que Olivia Catalina jamás olvidaría.
Un año después, en 1999, Catalina, con apenas diecisiete años, trajo una noticia que detuvo el mundo familiar: iba a ser madre.
Durante tres días, el silencio se interpuso entre padre e hija, pesado y denso. Don Selso procesaba la noticia, con el corazón en conflicto. Pero al cuarto día, el amor incondicional venció a la preocupación.
La sentó en sus rodillas, como hacía cuando era niña, y la miró a los ojos:
"Hija, prométame que no dejará los estudios. Yo soy su padre y siempre la apoyaré".
Desde entonces, Don Selso adoptó una oración que se hizo su mantra: "Que Dios me dé vida y salud para poder darle estudios a mi hija". Lo repetía al despertar, al trabajar y al dormir. Era su súplica.
La fragilidad golpeó en noviembre de 1999. A los siete meses de embarazo, Catalina fue hospitalizada de urgencia. Tras una semana de angustia, fue trasladada a Viña del Mar. En la madrugada del 14 de noviembre, nació Rehichel: pequeña, frágil y directo a cuidados intensivos.
Ese mismo día, Don Selso, un hombre analfabeto que no podía leer carteles, con problemas de audición y que jamás había viajado solo a una ciudad desconocida, tomó un bus de Nogales a Viña del Mar. Su única brújula era el amor incondicional. Preguntando una y otra vez, se abrió camino a través de un mundo de letras incomprensibles y ruidos que apenas distinguía, hasta que finalmente llegó al hospital.
Cuando Catalina lo vio, entendió que no estaba sola. La presencia de su padre, agotado pero firme, valía más que mil palabras. Aunque Rehichel era inaccesible en cuidados intensivos, Don Selso se fue con el corazón consolado: su hija estaba bien. Al tercer dia de nacer su hija a Catalina le dan de alta pero su pequeña queda hospitaliza, fue en ese momento donde Don Selso habla con su Tio, y le pide ayuda para alojar a Catalina en viña, para asi esta mas cerca de su bebe, pero catalina solo aguanto dos dias en la casa del tio de don selso, ya que extrañaba mucho a su papa, ella llama por telefono a su vecina para poder hablar con su mama y asi le informa a su madre lo que sentia, al saber don selso les dijo a su esposa maria y a su hermano Alex que fueran lo mas pronto posible a viña a buscar a su hija catalina.
Los días siguientes se convirtieron en un ritual sagrado. Don Selso trabajaba de sol a sol. Cada tarde al llegar del trabajo, esperaba a su hija y le entregaba un puñado de monedas: "Para sus pasajes, mijita".
Esas monedas no eran solo dinero; eran el sacrificio destilado de un padre que deseaba que su hija viera a su bebé. Y mientras se las daba, su mantra había evolucionado: "Que Dios me dé salud y vida para poder ayudar a mi hija a criar a mi nieta".
El 7 de diciembre de 1999, llegó el día largamente anhelado: Rehichel fue dada de alta. Catalina, en compañía de su hermano Mauricio, regresó a su casa en El Polígono, Nogales, llevando la promesa de vida en sus brazos. Al llegar Don Selso de su jornada de trabajo, encontró a Catalina esperándolo con un diminuto bulto. Emocionado, cumplió un ritual de purificación: se lavó las manos y tomó asiento, listo para el encuentro. Fue entonces cuando Catalina, con un gesto cargado de significado, le entregó a Rehichel. Don Selso la recibió con sus manos. Esas manos, que habían levantado casas, quemado carbón y sacrificado yeguas, temblaron de una emoción inédita al sostener a su nieta. En ese instante, todo el sacrificio acumulado de su vida encontró un propósito tangible: el carbonero, el padre, se convertía en el abuelo que miraba el futuro con una misión renovada.
La miró, y en ese instante, el círculo de su vida se cerró y se abrió uno nuevo. El carbonero de la esperanza, el padre que había pagado pasajes con el sudor de su frente, se había convertido en el abuelo que miraba el futuro con una misión renovada. Su legado ya no era solo la dignidad y el trabajo; era la prueba tangible de que el amor incondicional, silencioso y laborioso, es la fuerza más poderosa del mundo.
Al año siguiente, Catalina cursasba ya cuarto año medio, su madre ayudo con el cuidado de Rehichel, eso permitio que catalina pudo terminar sus estudios. Fue en esa fuerza del amor, con su padre convertido en abuelo y su mantra de apoyo constante, donde Catalina encontró la energía para honrar su promesa, incluso con una hija pequeña en brazos.
Mantuvo el ritmo de sus estudios y, contra toda dificultad, culminó su enseñanza media como Técnica en Peluquería en el Liceo Felipe Cortés de El Melón.
El día de la licenciatura fue una jornada mágica, el clímax a años de esfuerzo silencioso. La acompañaban su madre, su padre y su pequeña Rehichel, un testimonio vivo de la unidad familiar. Don Selso, superado por la emoción, se reía solo; su alegría era la de un niño feliz que veía su compromiso cumplido.
Cuando Catalina subió al escenario y recibió su diploma, sus ojos no se posaron en el papel, sino que buscaron a su padre entre la multitud. Al encontrarlo, el tiempo se detuvo. Ella le comunicó con la mirada que aquel simple documento era de él también; era la culminación de su propio sacrificio. Fue una lluvia de emociones que, hasta el día de hoy, permanecen vivas en su memorias.
La familia unida en el día más esperado: Don Selso, María, Catalina y la pequeña Rehichel celebrando el triunfo del esfuerzo y el amor incondicional.
Cuando la vida de la familia brillaba en la más dulce plenitud y todo parecía ser felicidad, el destino, implacable, ya tejía en silencio un nuevo e inesperado sufrimiento para Don Selso Contreras.
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