Capítulo 9: La Terapia de la Dignidad: El Viejito de los Porotos
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Capítulo 9: La Terapia de la Dignidad: El Viejito de los Porotos

Cuando las manos encuentran su propósito en medio del olvido

Las Manos que se Niegan a Olvidar

El Alzheimer había despojado a Don Selso de sus recuerdos recientes, de los nombres y de las fechas, pero colisionó contra un muro inquebrantable: su ética del trabajo. Para un hombre que forjó su identidad bajo el sol y el peso de los sacos de carbón, la inactividad no era un descanso merecido, sino una prisión insoportable.

Don Selso podía olvidar qué año era, pero sus manos se negaban al olvido. Ellas, curtidas y callosas por el trajín de una vida, seguían buscando una tarea con urgencia, la prueba tangible de que aún era útil al mundo.

Mientras Catalina hacía malabares para sostener su propia vida, el trabajo y la crianza de sus hijos, notó que el peso del cuidado recaía demasiado sobre los hombros de su madre. Tomó una decisión crucial: buscar refuerzos. Así llegó a la historia Isabel, una vecina de corazón noble a la que todos en el barrio llamaban con cariño "La Chave".

El Hallazgo de la "Terapia del Alma"

Así, cada mañana, Isabel iba a buscar a don Selso y lo llevaba a su casa por unas horas. Ella, con esa sabiduría intuitiva que solo da la bondad, notó la inquietud palpable en las manos del abuelo. Para mantenerlo tranquilo, le hizo una propuesta tan sencilla como trascendental:

—Don Selso, ¿me ayuda a desgranar estos porotos?

Los ojos del anciano se iluminaron. No era una simple petición de ayuda; era una oferta de empleo.

—¡Sí, señorita! Yo le ayudo, a mí me encanta trabajar —respondió con un brillo y una energía que su mente había creído perdidos.

Isabel le entregó los porotos y siguió con sus labores, pensando que aquello lo mantendría ocupado un buen rato. Se equivocó. No habían pasado ni treinta minutos cuando la voz de Don Selso resonó con exigencia profesional:

—Ya, señorita. Tráigame más porotos para seguir desgranando.

Isabel, sorprendida por la velocidad, tuvo que confesarle que no había más. La mirada de Don Selso se apagó de golpe. No era tedio lo que sentía, sino la profunda frustración del obrero que se queda sin faena.

Esa tarde, cuando Isabel le contó la anécdota a Catalina, algo hizo "clic" en la memoria de la hija. Catalina viajó en el tiempo y recordó las viejas historias que su padre le contaba:

"Hija cuando yo era chico trabajaba en los porotos y los patrones aparte de pagarnos por el trabajo, tambien nos daban una pequeña racion, nosotros la juntabamos en la casa en un saco, despues con mi abuelita celia nos sentabamos a limpiar estos porotos para que ella pudiera cocinar"

El, siendo un niño huérfano, sentado junto a su abuelita Celia, limpiando porotos para la comida del día siguiente.

Entendió entonces que aquello no era casualidad. Ese gesto repetitivo lo conectaba con su infancia, con el primer recuerdo de seguridad y amor: el regazo de su abuela Celia.

—Catalina —le dijo Chave—, cuando lo cuides, repite esa rutina. No dejemos que le falten porotos.

Sin saberlo, acababan de inventar la "Terapia del Alma".

El Santuario de la Rutina

Madre e hija prepararon un rincón especial en la casa. No era una simple silla, sino su puesto de trabajo. Allí, Don Selso se sentaba con la paciencia infinita de un artesano limpiar porotos.

Don Selso con su familia

La Oficina de Don Selso Contreras

El espacio que lo conecta con la realidad.

El gesto rítmico, casi una oración manual, funcionaba como un ancle firme. Mientras sus manos trabajaban, la ansiedad se disolvía. Era, de nuevo, un hombre conectado a la tierra, útil, concentrado. Limpiar porotos se transformó en el acto sagrado que ponía orden en el caos de su mente turbulenta.

Pero, como todo trabajador digno, Don Selso tenía sus principios.

—Hija —le reclamó un día a Catalina con absoluta seriedad—, yo estoy trabajando duro, pero la señora todavía no me ha pagado.

Catalina comprendió de inmediato. La dignidad no es gratis. Para que la terapia funcionara, el ciclo debía cerrarse: Don Selso no pedía caridad, exigía la retribución justa por su esfuerzo.

Con la complicidad que solo entiende el amor, Catalina diseñó una solución maestra. Mandó a imprimir billetes de fantasía, de 1.000 y 10.000 pesos. El ritual evolucionó: al caer la tarde, cuando la faena terminaba, se procedía al pago solemne. Don Selso recibía aquellos papeles con la inocencia de un niño y el orgullo de un patriarca. Los revisaba, los doblaba con cuidado y los guardaba en su bolsillo, dándoles unas palmaditas de íntima satisfacción.

Ese bulto en el bolsillo valía más que cualquier riqueza: era la prueba tangible de su valía, la certeza de que seguía siendo un proveedor, un hombre capaz de ganarse el pan.

La Confusión que Reveló la Verdad

El Alzheimer es una enfermedad cruel, pero a veces, en su ceguera, regala momentos de una belleza dolorosa. Fue entonces cuando, en la penumbra de su memoria, ocurrió el milagro. Don Selso levantó la vista de sus porotos y miró a Catalina. No había miedo en sus ojos, sino una ternura inmensa y ancestral.

—Gracias, abuelita Celia —le dijo.

El corazón de Catalina dio un vuelco. Por un segundo, quiso corregirlo, decirle "soy yo, tu hija". Pero calló. Comprendió la profundidad de aquel error.

Para Don Selso, Catalina se había convertido en la figura que lo cuidaba, que lo alimentaba, que le daba seguridad. Su mente, buscando en los archivos dañados, encontró la única referencia de amor incondicional que tenía: su abuela. Al confundirla con ella, no la estaba olvidando; la estaba ascendiendo al altar más sagrado de su corazón.

El rincón de los porotos se había convertido en su refugio, un santuario de paz ganado con la perseverancia y el amor de su familia. Parecía que la rutina y la dignidad podían detener la tormenta del Alzheimer, pero la vida, implacable, nunca se conforma con una sola prueba. Esta calma estaba a punto de colapsar bajo el peso de una crisis nueva y terrible, una que exigiría de Catalina un sacrificio que ni siquiera ella sabía que poseía.

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🫘 Capítulo 9

El Viejito de los Porotos

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