El alma del olvido
Un homenaje a la paciencia y el amor frente al Alzheimer
Autoría: Catalina Contreras
Un homenaje a la paciencia y el amor frente al Alzheimer
Autoría: Catalina Contreras
Un 5 de octubre de 1938, en el pequeño pueblo de La Canela, comuna de Puchuncaví, nació Selso Contreras, el viejito que limpia porotos. Con tan solo ocho días de vida, el destino le arrebató a su madre y, con ella, la posibilidad de crecer en un hogar lleno de amor. Aquel hombre que era su padre biológico, con la dureza de un corazón de piedra, no quiso reconocerlo. Fue en ese vacío que su abuela, Celia, asumió el rol de madre y padre, amamantándolo y dándole una segunda oportunidad. En un mundo de maltratos y rechazo, el amor incondicional de su "mamá" fue su único refugio.
Su niñez no fue de juegos, sino de trabajo. Como un trabajador del campo de noble corazón, se dedicó a trabajar la tierra, cosechando papas y quemando carbón en los hornos de Don Aroldo. Junto a su primo Ignacio "Nachito", cargaba una tropa de mulas con carbón y lentejas. Con sus burros, Cirilo y Pascualito, viajaba a la población El Polígono en Nogales para vender lo que con el sudor de su frente había ganado, un acto de amor para llevarle sustento a su abuelita Celia. A pesar de la pobreza y la soledad, el hombre de campo que bailaba cueca siempre supo que su verdadero propósito era proteger a la mujer que lo había salvado.
Ya de adulto, el único gran amor que había conocido fue llamado a los brazos del Señor. Destrozado y solo, Selso pensó que su anhelado sueño de formar una familia se desvanecería. Pero fue en la población El Polígono en Nogales donde conoció a María Catalán, una mujer 20 años más joven. Juntos, construyeron un hogar. Tuvieron a su primer hijo, Mauricio; luego a Alex; y, finalmente, su "niñita regalona", Olivia Catalina Contreras Catalán. Años de esfuerzo y trabajo en la tierra dieron fruto: el sueño de la casa propia se hizo realidad. En 1989, su familia se instaló en un nuevo hogar, un espacio que él sintió como suyo.
La vida le seguiría poniendo obstáculos, pero con el amor de su familia, él los enfrentaría. En 1998, en un acto de amor incondicional, vendió a sus queridas yeguas, Lucero y la potranquita, para que su hija Olivia pudiera comprar una máquina de peluquería para sus estudios. "Lo más importante para mí es que usted estudie", le dijo. Años más tarde, al ver a sus nietos sentados en el suelo, usando un cajón como mesa, sintió que el corazón se le partía en mil pedazos, regalándoles el primer comedor de la familia.
Años más tarde, el destino tenía un último desafío. Con la llegada del alzhéimer, su memoria se convirtió en un laberinto sin salida. El duelo no fue por una muerte. Fue un duelo en vida, por la persona que se había perdido. Su esposa, María, se encontró lidiando con un hombre que, de un día para otro, se había convertido en un niño. Pero el amor, que había sido su refugio, fue su ancla. Su hija, Catalina, con devoción, encontró en los porotos una forma de conectarse con él. En un conmovedor acto de amor, ella le paga con dinero falso, y él, con la inocencia de un niño, lo guarda en el bolsillo, sintiendo el orgullo de haber hecho un trabajo honesto.
La historia de Don Selso es un testimonio de resiliencia y amor incondicional. Un hombre que lo perdió todo, excepto el amor de su abuela Celia, su esposa María y su hija Olivia Catalina. Su historia nos recuerda que, incluso cuando la memoria se desvanece, el corazón siempre recuerda.
Las Almas del Olvido: Un Tesoro para el Corazón
En un rincón de Chile, en el pueblo de La Canela, se esconde una historia de amor inquebrantable. A los ocho días de vida, el pequeño Selso conoció el dolor del abandono. Pero en la oscuridad, una luz lo salvó: el amor incondicional de su abuela, Celia, la mujer que se convirtió en su madre y padre. A lomos de sus burros, Cirilo y Pascualito, Selso recorrió los caminos para llevarle sustento, forjando así la dignidad de un trabajador del campo.
Años más tarde, el destino le preparó el último y más cruel de los desafíos. El alzhéimer se convirtió en un ladrón silencioso que le robó los recuerdos, los nombres y su propia identidad. Sin embargo, en un conmovedor acto de amor, su hija, Catalina, encontró la forma de proteger su dignidad, pagándole con dinero falso por la sencilla tarea de limpiar porotos.
Esta no es una historia de tristeza, sino un canto al amor que triunfa sobre el olvido. Es el legado de un hombre que, a pesar de que su mente se perdió, supo que el corazón siempre recuerda. Este libro es un tesoro para todos los que han amado, para todos los que han sufrido y para todos los que creen que el amor es el ancla que nos sostiene cuando la memoria se desvanece.
Un 5 de octubre de 1938, en un pueblo llamado La Canela, nace Selso Contreras. Apenas a los ocho días de vida, el destino le arrebató a su madre y, con ella, la esperanza de ser criado en el seno del amor. Fue en ese vacío que su abuela, Celia, tomó el rol de madre y padre. En esa soledad, la mano de su abuela fue la única que lo sostuvo, lo amamantó y le dio la vida por segunda vez. Selso creció sin estudios, aprendiendo a trabajar la tierra, a sembrar y cosechar. Con sus manos de niño, sembraba papas y ayudaba en la huerta, entendiendo que su labor era la garantía de que su abuela tendría un plato en la mesa.
Su verdadero sacrificio era el de un trabajador del campo. En un fundo cercano, se dedicaba a quemar carbón en hornos de barro. Era un trabajo sucio y duro, pero él lo hacía con la dedicación de un artesano. Con la ayuda de su primo Ignacio, cargaba mulas y arriaba burros para vender lo que con el sudor de su frente había ganado.
En la comunidad de La Canela, existía una tradición de años: las procesiones a la Virgen, llenas de bailes y cantos. Don Selso recordaba que en las fechas de la Navidad, él y un grupo de personas paseaban a la Virgen de Andacollo por el pueblito. También rendían alabanzas a la Virgen Santa Filomena, a quien él siempre le bailaba y cantaba con gran entusiasmo. En uno de esos bailes, Don Selso, que aún no conocía los zapatos (los vino a usar a la edad de 21 años y, con risas, contaba que sus primeros pares se los puso al revés), usaba sus "chalalas", unas sandalias de goma con alambres fabricadas por la gente de esa época. En medio de la danza, y con mucha gente observando, una profesora se acercó demasiado a los bailarines. Con un movimiento, el alambre de su sandalia rasgó las medias de la maestra. Al enterarse, la profesora llamó a la abuela Celia para acusarlo, pero ella lo defendió y lo protegió, diciéndole a la profesora que había sido un accidente, que su nieto nunca quiso hacerle daño, sino que solo fue un descuido por haberse acercado tanto a sus pies. La abuela siempre fue un faro de amor y protección para su Selso.
Era un hombre de campo, de manos callosas y un corazón inmenso, cuyo único propósito era cuidar de la mujer que lo había salvado.
Ya siendo un adulto de más de 30 años, Selso decide dejar atrás el pueblo que lo vio crecer y se muda a la población El Polígono en Nogales. A los pocos años, el único gran amor que había conocido, el de su abuela, fue llamado a los brazos del Señor. Destrozado y solo, Selso pensó que su sueño de formar una familia se desvanecería. Pero fue ahí donde conoció a María Catalán, una muchacha 20 años más joven. Juntos, construyeron un hogar y tuvieron a sus hijos: Mauricio, Alex y, finalmente, su "niñita regalona", Olivia Catalina. Años de esfuerzo y trabajo en la tierra dieron fruto: el sueño de la casa propia se hizo realidad. En 1989, su familia se instaló en un nuevo hogar, un espacio que él sintió como suyo. Con sus propias manos, fue arreglando la casa y construyó una habitación para su hija con barro y paja, un tesoro que ella guardaría por siempre.
En 1998, la vida seguía siendo un desafío. Catalina estaba en segundo año de educación media, estudiando peluquería, y necesitaba una máquina para su curso. Selso, sin pensarlo dos veces, vendió a sus queridas yeguas, Lucero y la potranquita, por mucho menos de lo que valían. Le entregó el dinero a su hija con una simple frase: "Lo más importante para mí es que usted estudie". En ese acto, Don Selso no solo le dio un objeto; le entregó un pedazo de su alma, un sacrificio que Catalina nunca olvidaría.
Un año después, una nueva vida se acercaba. Su hija, Olivia Catalina, fue hospitalizada de urgencia, y el miedo por su vida y la de su nieta fue más fuerte que cualquier obstáculo. Don Selso, un hombre analfabeto, se enfrentó al desafío de viajar solo hasta Viña del Mar. Llegó al hospital para ver a su hija y a su nueva nieta. La alegría en su rostro era un reflejo del amor inmenso que sentía, la confirmación de que siempre estaría a su lado para protegerla.
El año 2001, un primero de abril, un golpe devastador sacudió a la familia. El hijo del medio, Alex, partió de este mundo en un trágico accidente. La pena era inmensa, pero Don Selso demostró una resiliencia inmensa. Se aferró a la vida y encontró una razón para seguir adelante en el apoyo a su familia. Un año después, una nueva vida llegó para sanar una parte del dolor. Catalina tuvo a su segundo hijo, Rodrigo, y en su pequeño rostro, la familia encontró un asombroso parecido con el fallecido Alex.
Después de un tiempo, Catalina sintió la necesidad de retomar su vida y se fue de la casa de su padre con lo más básico. Un día, Don Selso fue a visitarlos y encontró a sus nietos sentados en el suelo, usando un cajón como mesa. Sintió que el corazón se le partía en mil pedazos. Al día siguiente, una camioneta se detuvo frente a la casa de Catalina, y de ella bajó un comedor nuevo. "Hija", le dijo, "no quiero que ustedes, ni mis nietos, pasen lo que yo pasé". Él le regaló su primer comedor, y le dijo que verlos sentados en el suelo le había "partido el alma". En ese momento, Don Selso no solo les dio un mueble; les dio dignidad.
Don Selso continuó siendo un pilar fundamental en la crianza y el apoyo económico de su hija Catalina y sus dos nietos. Su corazón, un faro de amor incondicional, siempre estuvo al servicio de su familia. En el año 2010, una nueva alegría iluminó el hogar con el nacimiento del tercer hijo de Catalina, un niño al que llamaron Randy. Con él, la familia se expandió, y un año más tarde, en el 2011, la vida de Don Selso adquirió un nuevo e inmenso significado. Se convirtió en el padrino de Randy, su primer y único ahijado, forjando un lazo que iría más allá de la sangre.
A pesar de la dicha, los meses que siguieron trajeron un cambio difícil. Catalina decidió mudarse a una comuna cercana a la población El Polígono en Nogales. La tristeza de la distancia se apoderó de ella, pero Don Selso la consoló con una promesa que sería el reflejo de su carácter inquebrantable: "Mire, hija, yo no sabré leer ni escribir, pero yo voy a saber llegar donde usted está". Para asegurar que su padre conociera el camino, Catalina lo llevó a su nueva casa por unos días. Así, las visitas de Don Selso en los fines de semana se convirtieron en un ritual, un acto de amor y perseverancia que selló su promesa.
A sus 75 años, Don Selso continuaba demostrando la inquebrantable ética de trabajo que había definido toda su vida. Se levantaba cada mañana a las siete y caminaba desde la población El Polígono hasta Nogales para tomar la micro que lo llevaría a su lugar de trabajo: un campo en el sector de la Hacienda El Melón. Allí, su labor consistía en la limpieza de flores, un trabajo manual y meticuloso de arrancar maleza con sus propias manos.
Un día, mientras realizaba su rutina diaria, se agachó para continuar su labor, pero al intentar levantarse, su cuerpo no le respondió. Su jefa, al verlo en ese estado, tomó la decisión de llevarlo a casa, marcando así el final de su vida laboral formal. Al estar en la casa y enfermo, cayó en una depresión muy grande, ya que él toda su vida había estado acostumbrado y le gustaba trabajar. Su vida cambió mucho y se sentía muy deprimido. Aun así, sacó garra y ánimo y salía al cerro a buscar leña, tratando de mantenerse activo dentro de lo que podía.
Llegó un momento en que Catalina no encontró muy bien a su padre. La doctora lo había visto con un semblante de mala alimentación, y Catalina en el año 2015 toma la decisión de llevárselo a su casa para cuidarlo y estar cerca de él. Don Selso estuvo viviendo con su hija por dos años. Esos dos años, llenos de gestos cotidianos de amor y ternura, se convirtieron en un periodo inolvidable, una convivencia que fortaleció un lazo que siempre fue incondicional.
El 27 de febrero de 2017, un nuevo golpe devastador sacudió a la familia. La muerte del hijo mayor de Don Selso, Mauricio, fue un suceso tan doloroso como triste. Mauricio vivía en ese entonces con su madre en la población El Polígono, y Don Selso con su hija. Al fallecer Mauricio, Don Selso vivió con Catalina aproximadamente un año más. Al cumplir un año de la muerte de Mauricio, Don Selso, estando en la casa de Catalina, comenzó a olvidar algunas cosas, también escuchaba y veía cosas que solo él entendía. Fue en el año 2019 donde Don Selso toma la decisión de irse a vivir a su casa en El Polígono junto a su esposa. La excusa de Don Selso, dentro del comienzo de su enfermedad, fue que le podían quitar su casita o que su esposa conociera a otro hombre y él la perdiera. Esta decisión fue muy triste para Catalina, ya que en ese tiempo que Don Selso vivió en su casa habían retomado todo ese tiempo sin estar juntos.
Don Selso, como era su estilo, al irse de la casa de Catalina le dice con estas palabras textuales: "Yo le agradezco mucho, hija, todo lo que usted hizo por mí, pero yo tengo que volver a mi casa con mi esposa". Pero, a pesar de todo, no se fue al cien por ciento a su casa, ya que todos los fines de semana se iba a la casa de Catalina y sus nietos. A veces se iba de sábado a domingo y muchas veces llegaba los días viernes y se quedaba hasta el lunes. Catalina comenta que ese ritual de ir a verla sobrepasó el estallido social que tuvo Chile en ese año y después también la pandemia. Siempre que llegaba a casa de Catalina, lo hacía con frutas, plátanos y melones para ella y sus nietos.
Cuando estaba en casa de Catalina, tenían tardes enteras conversando los dos. Además, Don Selso siempre ayudaba en las labores de la casa de su hija: le realizó un huerto, donde sembraba y cuidaba con esmero. En abril de 2020, la mamá de Catalina la llamó y le informó que su padre Selso tenía conductas extrañas, conductas que no eran adecuadas a su personalidad. Es entonces cuando Catalina toma la decisión de llevar a Don Selso al médico para que lo vieran y evaluaran su estado. El doctor le dice a Catalina que su padre padece de demencia senil.
El primer signo de la enfermedad no fue una caída o una fiebre. Fue una palabra que se perdió en el aire. Un olvido sutil, casi imperceptible, que su esposa y su hija comenzaron a notar. Lo que al principio parecía la inocente distracción de la vejez, se convirtió en una sombra que crecía. Selso, con una lucidez dolorosa que ya no regresaría, miró a su hija y, con la honestidad de un hombre que se ve a sí mismo perderse, le contestó que sí, que reconocía que algo no andaba bien.
La enfermedad de Selso era un peso que se repartía en su hogar. Su esposa, María, se encontró lidiando con un hombre que se había convertido en un niño. Catalina, al ver el sufrimiento de su madre y la confusión de su padre, sintió el llamado del deber. El duelo no fue por una muerte. Fue un duelo en vida, por la persona que se había perdido. En ese momento, Catalina y su madre entendieron que el Alzheimer no solo roba la memoria, roba la identidad de la persona, pero no el amor de su familia.
A pesar de los laberintos de su mente, el corazón de Selso seguía latiendo con la fuerza de un amor que no se había desvanecido. Al ver a su hija Olivia Catalina, él la miraba con una ternura inmensa y le decía que ella era su abuelita Celia. Catalina entendió en ese instante que el único amor incondicional que su padre había conocido era el de su abuela, la mujer que lo amamantó y lo salvó de la soledad. La necesidad de sentirse útil, de tener un propósito, era lo único que el Alzheimer no le había quitado.
Entonces, Catalina, con una ternura infinita, le preparó un lugar en su casa donde él podía sentarse y, con la paciencia de un artesano, limpiar porotos. No era solo un trabajo; era una terapia, una forma de mantenerlo conectado con la realidad. Al final del día, con una sonrisa, Catalina le pagaba con dinero falso. Don Selso, con la inocencia de un niño y la dignidad de un hombre, guardaba sus billetes en un bolsillo, sintiendo el orgullo de haber hecho un trabajo honesto. Era la prueba de que, a pesar de la enfermedad, su familia lo amaba y lo respetaba, demostrando que para el amor no hay enfermedad que valga.
La historia de Don Selso, al final del camino, no es una de tristeza sino de amor. El hombre que fue un "guacho" y que vivió la soledad, encontró la única luz que ilumina la oscuridad: el amor incondicional de su abuela Celia, su esposa María y su hija Olivia Catalina.
Su historia es un reflejo de que el amor es inolvidable. Que su abuela lo amamantara y lo amara más que a su propia vida; que su esposa lo cuidara hasta el final; y que su hija lo acompañe en su enfermedad, es la prueba de que el amor es el ancla que nos mantiene a flote en el mar del olvido.
El libro no es solo para su familia, es para las almas. Para las almas que han olvidado, para las almas que han sufrido, para las almas que han amado. Es un tesoro que nos recuerda que la memoria es frágil, pero el amor es inmortal.